22nd November 2024

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Recuerdos del periodista Manuel Altamira en el aniversario de su fallecimiento

El maestro Miguel Ángel Granados Chapa, el periodista Alejandro Caballeroy el cronista Manuel Altamirao Miguel

Cada año recordamos al que fue uno de los mejores cronistas del periodismo de México en los primeros años del diario La Jornada. Manuel Altamira perdió la vida en el terremoto del 19 de septiembre de 1985

Juan Balboa

Se definía como «reportero de policía», pero sus textos tenían el sello de un narrador nato que combinaba el trabajo acucioso del periodista con las herramientas de la literatura. Dos oficios que Manuel Altamira Peláez logró zurcir durante un año en La Jornada.

Su creatividad era incontenible, innegable. Sólo el sismo del 19 de septiembre de 1985 hizo callar su máquina de escribir y le impidió hacer la crónica del primer año de La Jornada en la calle; una orden de trabajo que la dirección del diario le había encargado de forma especial.

Festejó con los trabajadores del periódico el primer aniversario del rotativo hasta la madrugada del 19 de septiembre. Su sencillez, su trato amable y solidario le facilitaban consolidar amistades.

Su profesionalismo, su necedad por lograr un estilo periodístico propio y su amplio bagaje cultural le merecieron el respeto de la comunidad dentro y fuera del diario.

Altamira era uno de esos hombres que siempre estuvo rodeado de amigos.

La última vez que se le vio el reloj marcaba casi las 6 de la mañana del fatal 19 de septiembre de 1985. Se despidió de sus compañeros para dirigirse a su casa, ubicada en Bruselas 8, esquina con Liverpool.

Tenía que levantarse temprano con el propósito recorrer la ciudad para narrar cómo se vivía el primer aniversario del terremoto. Coincidía con el primer aniversario de la aparición de La Jornada.

Haría una crónica sobre la presencia en la calle, un diario que en poco tiempo había logrado despertar el interés de los lectores.

El sismo lo sorprendió en el edificio donde vivía; el único que se derrumbó en la manzana.

El terremoto activó al equipo de La Jornada en toda la capital mexicana. Todos imaginaban a Altamira reporteando en las zonas más afectadas; lo veían penetrando en edificios donde se escuchaban gritos de auxilio; suponían a Manuel viajando en ambulancias para llegar con rapidez al lugar de los hechos.

Nadie pensó que era una de las víctimas, que el inmueble donde residía se había derrumbado y que él no estaba reporteando, sino bajo de decenas de toneladas de cemento.

«Manuel no aparece, estamos buscándolo y esperamos encontrarlo. Hay que tener calma», me dijo Carmen Lira, subdirectora de Información, al confirmarse que el edificio donde habitaba Altamira había sucumbido ante el movimiento telúrico del 19 de septiembre.

Todos los reporteros, sin excepción, hicieron guardia en aquel lugar con la esperanza de encontrar a Manuel. Fueron más de 60 horas de espera, de angustia, hasta que apareció su cuerpo sin vida. El dolor se reflejó en las páginas de La Jornada.

El Capote jornalero

A Manuel Altamira le decían en Monterrey, Nuevo León, La Tambora, por su carácter festivo, alegre, jovial. En La Jornada sus amigos cercanos lo llamaban Capote, por su afición al gran escritor estadunidense nacido en Nueva Orleáns, Truman Capote.

En la redacción, o fuera de ella, Altamira no se cansaba de decir que quería, como Truman Capote en su obra maestra “A sangre fría”, hacer un periodismo real y más cercano a la literatura.

Manuel Altamira Peláez nació en el estado de Puebla, pero su vida profesional empezó en Monterrey como reportero policiaco en el diario Más noticias. Cubrió la fuente policiaca con una visión social y política.

Fue uno de los periodistas que siguieron con detalle el desarrollo de la Liga 23 de Septiembre en esa ciudad norteña: los operativos violentos contra esa organización, los cateos de casas llamadas de seguridad, los enfrentamientos, secuestros, los amotinamientos en la cárcel de Topo Chico, y la detención y desaparición de Jesús Piedra, el hijo de la incansable luchadora social Rosario Ibarra de Piedra.

Sus trabajos periodísticos provocaban irritación entre funcionarios de los gobiernos estatal y federal. Miguel Nassar Haro, entonces titular de la Dirección Federal de Seguridad, quien fue acusado de desaparición forzada de personas por la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, amenazó de muerte a Manuel Altamira.

Sus reportajes y crónicas enfurecieron al entonces gobernador de Nuevo León, Alfonso Martínez Domínguez, porque decía que todo lo que «oía y veía» lo publicaba.

Hay una anécdota que el propio Manuel contaba. Tres desconocidos lo golpearon salvajemente en una cantina de Monterrey, en la época del propio Martínez Domínguez. Le rompieron una pierna.

Martínez Domínguez lo visitó en el hospital como muestra de amistad e intentando deslindarse de cualquier sospecha de ser el autor intelectual de la agresión. Frente a la cama de Altamira, en el nosocomio, el mandatario estatal prometió castigar a los culpables, «caiga quien caiga», y le ofreció ayuda.

La respuesta de Altamira fue impecable: «Lo único que quiero es caminar, señor gobernador, y eso usted no me lo puede dar».

Trabajó en los diarios El Porvenir, Tribuna de Monterrey y Diario de Monterrey, y en la revista Crónica. En la ciudad de México colaboró en el noticiero de Radio UNAM -donde ganó el premio Teponaxtle de Oro-, y como corresponsal durante la primera época del periódico unomásuno.

También probó suerte en el periódico Nueva Generación, editado en Puebla, al que renunció por la injerencia de la Iglesia católica en la línea editorial.

En agosto de 1984, un mes antes de la salida de La Jornada a la calle, se incorporó al diario, donde en pocos meses logró ser reconocido como uno de los mejores periodistas del gremio. Su producción fue abundante y de gran calidad.

Los reportajes sobre los mariguaneros de Chihuahua; la entrevista con un presunto asesino del periodista Manuel Buendía; la historia criminal del narcotraficante Rafael Caro Quintero; el asesinato de militares en Puebla; la represión de campesinos en Chiapas; los fanáticos de Mexiquito; el espionaje telefónico en Monterrey; los pescadores de San Fernando, y la detención de Alfredo Ríos Galeana quedaron para los anales del periodismo mexicano.

Manuel Altamira Peláez murió a los 38 años de edad, justo cuando había aprendido a convivir entre el periodismo y la literatura. Su última entrega apareció en la contraportada de La Jornada ese 19 de septiembre: «Tepito nunca se va a acabar; el secreto: estamos benditos», rezaba el encabezado.

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Fuente: Juan Balboa.

Edición: Juan Balboa.

30 junio 2021.

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