Crónica: El Señor Comandante
María Lourdes Pallais
“En ese vacío se sabía un ser frío y solitario, sin lugar definido; sabía que el sol nunca jamás le regalaría otro refugio. Tuvo que reconocer que había sido un egoísta sin escrúpulos, incapaz de amar, arbitrario hasta la náusea, incoherente, mendaz…”
Cinco militares, sus escoltas de antaño, fueron testigos del fin de su leyenda. Lo encontraron agazapado, meando cerca de un charco lodoso, como avestruz mugrienta y deforme. Llevaba el moco colgado y cercos de sudor cubrían su pecho hundido y escamoso. Escondía su mirada detrás de unos enormes anteojos oscuros polvorientos que también ocultaban su ceño.
Lo encontraron apoyado sobre un tronco muerto cerca del lago que vomitaba hedor a heces. Sus ojos vidriosos estaban sellados mientras acariciaba su diminuto pene amoratado, hacia arriba y hacia abajo, en un intento de orinar, a cuentagotas, como tubería atrofiada. Esperaron que terminara. Y lo vieron en toda su pudredumbre. Su camisa de reo carecía de las condecoraciones doradas que acostumbraba llevar sobre el hombro y sobre el pecho en sus años como comandante.
Los pocos cabellos que le quedaban en ese apachurrado círculo que siempre fue su cabeza lucían como cortinas engomadas. Sus orejas destacaban aún más que de costumbre en su rostro de anémona desdibujado por la sofocante brasa de su amargura. Los cinco soldados que habían crecido para protegerlo y que ahora observaban su caída, atentos para no dejarlo escapar pero respetando la intimidad de su fracaso, empuñando sus AKas en silencio, pensaban que era cierto lo que decían de él: que padecía de asma, de alergia, de insomnio; que era débil, corrupto, un hombre aturdido.
Para ellos, en eso se convirtió desde que fue acusado y más tarde encarcelado. Y en esos minutos al aire libre, allí, donde lo habían atrapado, lo vieron como siempre fue: un enano disfrazado de héroe que el alud revolucionario había colocado en el olimpo embriagante de los elegidos.
Los cinco fueron testigos mudos de su último acto de libertad. Había terminado de orinar. Se sacudió el pene arrugado. Fueron testigos de sus temblorosos intentos de metérselo dentro de sus pantalones de reo sin zípper. Lo vieron fallar por primera vez y no lo olvidaron nunca.
El Señor Comandante sabía que no estaba solo; que lo habían atrapado, pero también confiaba que sus otrora leales soldados respetarían la intimidad de su fracaso, al menos por unos momentos. Y se veía ante un espejo ubicuo que le repetía, con el desenfado del reflejo cristalino, que si un día lo creyeron príncipe, ahora sabrían que no era ni una rana. Acostumbrado a creerse el “pensador” que reflexionaba cuando los demás actuaban, le ardía el alma saberse un perdedor.
Nada más duro para él: adivinar que la historia olvidaría su leyenda y sólo lo recordaría como el responsable del asesinato de un promisorio joven revolucionario que mató porque odiaba sus ojos pardos, su estatura y porque hablaba inglés, cosa que él hubiera querido con toda su alma, y no sólo para entender al enemigo, sino para ser uno de ellos.
Y pensaba, siempre apoyado sobre el tronco seco, que no podía seguir engañándose. Le costaba aceptarlo, sin duda, pero era inevitable: su complejo de inferioridad era más sólido que sus principios revolucionarios.
Recordó cuando dejó de aparecer en su oficina; cuando optó por columpiarse en su jardín donde no sería humillado, tratando de recordar párrafos de Mark Twain; cuando su tono luminoso se volvió melancólico, de un extraño lirismo mudo; cuando perdió su chispa; sus diálogos abruptos, crípticos, agudos como cristal de ventana rota; cuando todo ello, lo abandonó. Era chaparro y mediocre, pero no tonto. Sabía, mientras arrugaba su ceño y apretaba su pene húmedo, que lo único elocuente que lo acompañaba ahora era el fracaso, ese vacío de presente que pronto se convertiría en desprecio y finalmente, en olvido.
Sabía que ya no podría recuperar esa pasión que lo movía con la vehemencia de antaño; que sus manos habían perdido la magia del que encuentra joyas enterradas en la arena.
El edén que había inventado para que sus mariposas no tuvieran límites ni sus fantasías freno había desaparecido en el País del Nunca Jamás que murió en sus garras. En ese vacío, se sabía un ser frío y solitario, sin lugar definido; sabía que el sol nunca jamás le regalaría otro refugio. Tuvo que reconocer que había sido un egoísta sin escrúpulos, incapaz de amar, arbitrario hasta la náusea, incoherente, mendaz, y que ahora ya no era ni siquiera políticamente sospechoso. Era un asesino común que ya no provocaba ni repulsión ni admiración; se había quedado sin epítetos.
Los cinco militares que lo habían atrapado, y respetado sus últimos momentos íntimos mientras orinaba, se lo llevaron sin que él ofreciera resistencia alguna. Tenía 72 años. El socialista sentimental moriría fundido como metal nocturno.
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Fuente: Crónica de María Lourdes Pallais.
Edición: Juan Balboa.
20 de septiembre 2021.